Si el suministro de glúcidos, proteínas, grasas, minerales, vitaminas y agua se ajustan a las necesidades del cuerpo, decimos que el cuerpo está en equilibrio nutricional. Cuando el aporte es superior al gasto, se produce un balance positivo. En este caso, el excedente de energía debido al exceso de nutrientes se almacena en forma de grasa.
Cuando el aporte es inferior al gasto, tenemos un balance negativo. Estas necesidades energéticas se cubren gracias a las reservas de energía del cuerpo, principalmente del músculo esquelético, hígado y tejido adiposo. Sin embargo, el cuerpo no tiene reservas de agua, por lo que si sufre una carencia de aporte de agua prolongado, se producirá deshidratación y pérdida de peso.
En algunos casos, como quemaduras, daños en los tejidos o intervenciones quirúrgicas, la demanda de energía aumenta como una respuesta general a las lesiones, debido a un aumento en la degradación de proteína muscular.
Si el peso corporal de un individuo es estable durante largos períodos de tiempos, significa que el aporte energético es igual al consumo de energía. Si la cantidad de energía suministrada a través de los alimentos, por un período prolongado de tiempo, es menor que la cantidad de energía utilizada por el cuerpo, se produce una disminución de peso corporal. Por el contrario, el aumento de peso corporal se produce cuando la ingesta de energía supera al gasto energético. Si este desequilibrio continúa durante un tiempo más largo, se producirá el sobrepeso o la obesidad.
El sistema nervioso central controla los mecanismos del hambre, el apetito y la saciedad. Sin embargo todavía no se conocen estos mecanismos en detalle. Sí que se sabe que existen tanto factores fisiológicos (como diferentes hormonas, el azúcar en sangre, o la capacidad del estómago para ser llenado), factores psicológicos (como el olfato, el gusto o la vista), así como diversos factores sociales, que afectan a la regulación de estos mecanismos.